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Desempolvar historias
YLONKA TILLERÍA
El Telégrafo

Mucha tinta ha corrido en las últimas semanas a propósito de la pugna entre el Gobierno y la Iglesia. No me refiero solo a las opiniones que circulan a diario a través de los medios de comunicación, sino también a los discursos pronunciados desde los púlpitos de las iglesias. Pero no sólo desde allí se erigen los fundamentalismos. Algunos sectores, apoyados por un gran despliegue mediático, han conseguido reducir el debate sobre el proyecto de Constitución a un problema moral, a través de una fórmula ya conocida en todos los tiempos, que articula su poder en la conveniente manipulación de los temores e incertidumbres.

Así, con cierta cuota de incredulidad y hastío, llegó a mis manos un texto interesante. De aquellos documentos que ayudan a reflexionar un poco y a sonreír sin culpa. Se trata de una carta pastoral escrita en 1941 por el entonces arzobispo de Quito, Carlos María de la Torre, sobre la influencia del cine en la sociedad quiteña. La encíclica, compuesta por uno de los sacerdotes más influyentes de la Iglesia Católica, en lo que más tarde se llamó la “Liga de la decencia”, condenaba todo acto inmoral y se reprimía fuertemente las pasiones y deseos humanos. Todo esto a propósito de la llegada del cine a la franciscana ciudad de Quito.

Por aquel entonces, en palabras del sacerdote, el cine constituía: “una escuela de crímenes, una inmunda pocilga de lujuria, en donde almas inmortales se sustentan con alimento de cerdos, y en tormentoso yunque, en donde, la naturaleza humana, a los golpes de las sombras, tan destituidas de realidad en sí mismas como en lo que representan, se deforma y pierde su hermosura”. Desde la oscuridad de la sala, la convivencia de ambos géneros en un ambiente cerrado, la música y el despliegue de los actores en escena, todo propendía al exceso, vicios y desenfreno. Lo condenable, era simplemente la libertad de soñar y fantasear. Lo pecaminoso: el goce de los sentidos. Lo preocupante: la libertad de conciencia, la provocación a la lujuria, lo contagioso del amor y la perversión del criterio moral.

Todo eso y mucho más, como dice la canción, hacían del cine un arte inferior, pecaminoso y condenable. Me imagino los sermones del domingo con toda esa culpa trasladada a los feligreses. Me parece oír las confesiones de las jovencitas declarando su profuso amor por Clark Gable, el galán de Hollywood de los años 40. Y no quiero, ni imaginarme las penitencias.

No es casual desempolvar este texto porque en esencia los discursos no han variado. Reducir todo a una discusión maniquea de la lucha entre el bien y el mal ha sido una constante en todos los tiempos. Por eso es útil desempolvar esas historias para encontrar respuestas.

La discusión resulta interesante porque nos pone de cara frente a lo que somos y a lo que creemos. Porque revela nuestras creencias, temores, incertidumbres, y porque nos revela a nosotros mismos en blanco y negro. Pero a ratos, la trama se convierte en un pésimo culebrón repleto de traiciones, golpes bajos y pésimos diálogos. Tal como en una mala telenovela, la gente se aburre, bosteza con cada capítulo de alargue y ruega porque llegue el capítulo final. Por eso prefiero analizar el argumento y entonces decidir.

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